Entrada del blog de Ace CafeteríaLa mirada que nunca compartimos
La noche corrió rauda, quizás más de lo que tenía planeado, mas lo que fue lento fue la eterna espera hasta que pudo verla bajar las escaleras de aquél lugar.
Su traje era hermoso, descendiendo, dejándose teñir de la luz que la sala a modo de haces apuntó sobre su vestido.
Él creyó pensar que era lo más cercano que podría estar nunca de divisar la vía láctea.
El costurero que ajustó aquella indumentaria podría sin duda descansar eternamente sabiéndose capaz de haber hecho de aquella bella mujer un David de Miguel Ángel.
Todas las miradas estaban sobre ella, pero ella solo tenía una mirada y se la devolvió a él.
¿Era siquiera la dicha de aquel pianista conmensurable?
A todas luces, en ese momento más que nunca, era imposible de decir.
Quizás porque, pese a la belleza del vestido que abrazaba su piel, pese al gradiente de azul que yacía casi transparente sobre sus pies, dándole a su calzado el debido respeto, el pianista, sumergido en un sueño vívido, añoraba como el niño que quiere un caramelo, que se diera el momento.
El momento en el que la sala quedase por arte de magia vacía, el instante en el que sus cuerpos pudieran unirse, mas en él residía la dicotomía de quien se sabe indigno de tal hazaña. Un impío deseo cuya incapacidad de realizar reaccionaba como combustible para hacerlo mayor si cabe.
Y si todo ello debía de pasar en su cabeza, que así fuera.
Porque no había nota ni partitura, pieza ni canción que pudiera hacerle justicia a lo que sus ojos divisaban.
Sin embargo y pese que el deseo que le consumía como una cerilla, le dejó negro y sin vida de igual manera, en cierta forma disfrutaba de verse así. Porque un doloso encuentro imaginario, si bien consumido, le hacía sentirse vivo a cada instante que su ego se veía arrollado por la presencia casi etérea de aquella mujer.
La pena que le invadía, el sentimiento de conocer que aquella que hoy portaba el vestido jamás sabría la profundidad que su belleza había calado en él, le hacía llorar.
Así pues, lloró en silencio, sollozó entre notas su desdicha, porque tras el fuego que divisó en su mirada, en el cruce de ojos que jamás pensó se volvería a repetir, divisó la magnitud de su humanidad, ajena a la acertada genética de la joven.
No solo lloró de pena, más bien, una vez consumida la pena sus lágrimas se tornaron en rabia, un iracundo sentir de quien sabe que otro hombre tendría la suerte de yacer, por supuesto, pero sobre todo tocar aquella piel y aquellos labios que para él jamás saldrían del reino de sus fantasías más secretas.
Se fascinó en última instancia de la amalgama de sentimientos que una presencia podía hacer transitar a su alma.
Se congratuló pues de sentirse vivo, escondido, sí, temeroso quizá.
Pero vivo.